RESIDENTE Y PRESIDENTE
RESIDENTE Y  PRESIDENTE  (Juan Wesley)
No os embriaguéis con vino, en  lo cual no hay disolución; antes bien sed llenos del  Espíritu
(Efesios  5:18).
En estas palabras  del apóstol Pablo hallamos una comparación, un contraste y un  mandato.
Primeramente  aparece una comparación. La plenitud del Espíritu Santo trae consigo  intrepidez, poder, optimismo. Uno de los efectos del alcohol en el hombre es  envalentonarlo; se siente capaz de cualquier hazaña, para él no existe el  fracaso. Sin embargo, ¡cuán grande es el contraste entre el estimulante  diabólico y el divino, el Espíritu Santo! La embriaguez conduce a necios  desvaríos, mientras que la plenitud del Espíritu Santo imparte sabiduría. La  borrachera lleva a excesos, mas la plenitud del Espíritu Santo logra el dominio  propio en el individuo. Lo uno conduce a lo satánico, mientras que lo otro a la  santidad. Por último, hagamos mención del mandato. En realidad, tiene  dos aspectos. Uno es negativo:
“No os embriaguéis  con vino.” El otro es positivo: “Sed llenos del Espíritu.” Parece muy extraño,  pero solemos dar mucho énfasis al mandato negativo y casi olvidamos el mandato  positivo.
En cierta ocasión,  el notable evangelista Billy Graham, visitaba una iglesia y uno de los ancianos  que lo acompañaba le contó que su iglesia acababa de pasar por una experiencia  trágica, al despedir a uno de sus miembros por haber asistido en estado de  embriaguez.
Entonces Billy  Graham le preguntó: “Y, ¿cómo proceden ustedes en el caso de un miembro que  viene a la iglesia y no ha cumplido con el mandato de ser lleno del Espíritu  Santo?” Algo perplejo, el anciano dijo: “No entiendo su pregunta.” El señor  Graham procedió a explicarse: “Ya sabe usted que la Sagrada Escritura dice ‘no  os embriaguéis con vino... antes bien sed llenos del Espíritu.’ Ahora bien, si  alguien desobedece la primera parte del mandato, deja de ser reconocido como  miembro en plena comunión. ¿Y qué medidas toman ustedes cuando alguno de los  miembros no acata el segundo mandato y no recibe la plenitud del Espíritu Santo?  ¿Acaso lo amonestan seriamente?”
La iglesia  considera la embriaguez como una grave ofensa, y con razón, pero a la vez ¡es  igualmente trágico que sus miembros sean negligentes cuando se trata de la  plenitud del Espíritu Santo!
El mandato de ser  llenos del Espíritu es tan preciso como lo es el de arrepentirse y creer en el  Señor Jesucristo.
La Iglesia  Primitiva fue muy categórica en cuanto al bautismo con el Espíritu Santo. En  obediencia al mandato de Cristo, de que no se fueran de Jerusalén sino que  esperasen hasta que fuesen revestidos del poder de lo alto, los discípulos se  reunieron en el aposento alto, unánimes en oración hasta el día de Pentecostés,  cuando “fueron todos llenos del Espíritu Santo.” Desde entonces, en la Iglesia  Primitiva esa fue la norma a seguir por todos y cada uno de los cristianos. En  el libro de los Hechos de los Apóstoles, repetidas veces aparece la frase  “llenos del Espíritu Santo.”
Cuando se hubo  llegado el tiempo de elegir a los primeros diáconos en la iglesia de Jerusalén,  uno de los principales requisitos espirituales fue que estuviesen llenos del  Espíritu Santo (Hechos 6:3). Cuando Felipe anunciaba el evangelio en Samaria y  se hacía sentir un gran avivamiento, los apóstoles que estaban en Jerusalén  enviaron a Pedro y a Juan para que imponiéndoles las manos, recibiesen el  bautismo del Espíritu Santo (Hechos 8:14-17). Cuando Ananías visitó a Saulo, el  nuevo creyente, en Damasco, le dijo: “Hermano Saulo, el Señor Jesús... me ha  enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo” (Hechos  9:17). Más tarde cuando Pablo estuvo en Éfeso y encontró allí a ciertos  discípulos, lo primero que les preguntó fue: “¿Recibisteis el Espíritu Santo  cuando creísteis?” (Hechos 19:2).
Todos estos  ejemplos comprueban que la Iglesia Primitiva hacía hincapié en que se recibiese  la plenitud del Espíritu Santo.
Pero, ¿qué  significa estar lleno del Espíritu?
Antes de poder  contestar, tenemos que hacer otra pregunta y darle respuesta: ¿Cuál es la  relación que tiene el Espíritu Santo con cada creyente? Ya hemos explicado la  relación que existe al tratarse de las personas que aún no han sido regeneradas.  Dijimos que el Espíritu Santo es el Embajador, que redarguye de pecado,  justicia y juicio. Pero, ¿cuál es la relación que guarda con los que se han  arrepentido de sus pecados y han aceptado al Señor Jesucristo como su Salvador?  Veamos lo que nos dicen las Sagradas Escrituras.
En primer lugar,  todo creyente es nacido del Espíritu. El Señor Jesús le dijo a Nicodemo:  “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”  (Juan 3:5). Cuando un hombre acepta a Cristo como su Salvador personal, pasa de  muerte a vida por medio del Espíritu Santo. Ha nacido de nuevo; es una nueva  criatura en Cristo Jesús. Las cosas viejas pasaron, todas son hechas  nuevas.
Ahora es un hijo y  forma parte de la familia de Dios. A esta experiencia le llamamos comúnmente el  nuevo nacimiento, conversión o regeneración. Con cada término se da énfasis a  un aspecto distinto de la misma experiencia espiritual.
En segundo lugar,  el Espíritu Santo le imparte seguridad al creyente. En la Epístola a los  Romanos, Pablo dice: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de  que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). Esta es la confianza íntima que todo el  que ha nacido de nuevo abriga: que Cristo Jesús lo recibe, perdona sus pecados y  es hijo de Dios. Juan Wesley lo expresaba en estos términos: “el testimonio del  Espíritu.” Es obra subjetiva en el alma, pero al mismo tiempo muy real. Es la  convicción que el Espíritu de Dios implanta en el espíritu  humano.
En tercer lugar,  todo creyente recibe el sello del Espíritu Santo. Pablo escribe a la  iglesia en Éfeso: “Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa”  (Efesios 1:13; véase también 4:30). A los cristianos de Corinto, escribió algo  semejante (II Corintios 1:22). Para los griegos, el sello era la comprobación  legal de alguna operación. De la misma manera el Espíritu Santo sella al  creyente, es decir, pone sobre él el sello de propiedad, y lo constituye en  posesión del Dios omnipotente.
Así mismo, el  Espíritu Santo es garantía o arras de nuestra final redención. Este  término se empleaba en los días de Pablo, como el término moderno pago a  cuenta. La palabra es explícita; asegura que el Espíritu Santo es la  garantía de nuestra herencia hasta que entremos en completa posesión de ella.  Otro ejemplo muy conocido podría ser el anillo de compromiso que es prenda del  matrimonio hasta que éste se realiza. El Espíritu Santo en el corazón del  creyente es prenda divina como anticipo de la mansión de  gloria.
En cuarto lugar,  todo creyente es bautizado en el cuerpo de Cristo por el Espíritu Santo.  En I Corintios 12:13, Pablo expresa esta verdad cuando dice: “Porque por un  solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo.” Es como si un albañil  tomara un ladrillo y lo colocara en la pared que construye. Ese ladrillo es ya  parte de la pared. Así también el Espíritu Santo le ofrece lugar al creyente en  el cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia de Cristo y es entonces miembro de la  Iglesia Universal.
Finalmente, el  Espíritu Santo mora en todo creyente. Pablo escribió a los cristianos en  Corinto: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en  vosotros?” (I Corintios 3:16). Esto les decía a pesar de que a esos cristianos  les faltaba mucho para ser perfectos. No hay que pensar que el Espíritu Santo no  actúa cuando un hombre se convierte, es decir, nace de nuevo; que El sólo está  presente cuando ya ha crecido en la gracia. En el preciso momento en que se  recibe a Cristo como Salvador personal, se recibe también la presencia del  Espíritu Santo. El cristiano no puede vivir por un momento sin su presencia.  Pablo dijo: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos  8:9). El Espíritu Santo habita en todo hijo del supremo  Hacedor.
Habiendo dicho todo  esto, que el creyente sincero nace del Espíritu, recibe seguridad y confianza,  es sellado por el Espíritu, bautizado por el Espíritu en el cuerpo de Cristo y  ese Espíritu mora en él, tenemos que hacer notar que no todo creyente está  lleno del Espíritu. Una cosa es nacer del Espíritu y otra gozar de la  plenitud del Espíritu. Pudiera ser que el Espíritu Santo more en nuestro  corazón, pero sin ejercer dominio completo sobre él. Cristo podrá ser el  Salvador, pero no el Soberano; podrá ser Residente pero no  Presidente.
Hay personas que  tal vez han abierto la puerta de su corazón al Espíritu de Cristo, pero no le  permiten ir más allá del umbral de su vida. Le ofrecen entrada a algunas  habitaciones pero no a todas. Por lo tanto, aunque el Espíritu Santo esté  presente y haya derramado bendiciones sobre el dueño de esa morada, está allí  sólo como huésped. No se le permite ejercer dominio  completo.
Ser llenos del  Espíritu significa que el hijo de Dios ha permitido que El ocupe todos los  rincones de su alma, que todas las llaves estén en su poder. El Espíritu no es  Huésped solamente, sino el Amo por excelencia.
Esta íntima  relación con el Amo y Señor, por medio de la persona del Espíritu Santo se halla  magistralmente descrita en el bien conocido texto de Apocalipsis 3:20: “He aquí,  yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a  él, y cenaré con él, y él conmigo.” Esta es la triple relación de Cristo con el  ser humano: Para algunos es un Extraño, que toca la puerta y solicita entrada.  Para quienes le han aceptado como Salvador, se encuentra adentro pero sólo como  huésped; se le sienta a la mesa y cena con el dueño. Pero para quienes hacen una  completa entrega de sí mismos, El viene a ser el Amo. Se sienta a la mesa como  anfitrión y el creyente cena con El. Esta es la relación íntima que Cristo  anhela tener con todos sus hijos.
Es evidente, por lo  tanto, que la razón principal por la que todo hijo de Dios no goza de la  plenitud del Espíritu Santo, es que no ha hecho una completa entrega a Dios de  todo su ser y todo cuanto se relaciona con su vida diaria. El resultado  entonces es que en lugar de estar lleno del Espíritu (con e mayúscula), se  encuentra bajo el dominio de algún otro espíritu (con e minúscula). Podrá ser  el espíritu de arrogancia, y el Espíritu Santo, que es Espíritu de humildad, no  puede reinar en su vida; o quizá lo gobierne un espíritu egoísta y en tal caso  el Espíritu Santo, Espíritu de sacrificio, no es quien domina esa vida. Pudiera  ser también que el individuo abrigue odio o resentimiento y será imposible en  esa condición que el Santo Espíritu de amor llene su  corazón.
Así que para estar  lleno del Espíritu Santo, el creyente debe estar dispuesto a que se le  despoje de toda actitud o deseos pecaminosos. Nótese que digo que debe  estar dispuesto a que se le despoje, y no que él debe despojarse por sí mismo.  Este es el error que muchos cometen. Tratan de despojarse o de abandonar por  sí mismos actitudes profanas, lo cual es imposible. Lo que se necesita es que  permitan al Espíritu Santo hacer la obra.
Hay dos formas de  vaciar el agua de un vaso. Una es invertir el vaso y la otra es verter mercurio  (o alguna otra sustancia con más peso que el agua e incompatible con ese  líquido) en el vaso y automáticamente se vaciará el agua. Al tratarse del  corazón humano y descubrir que está lleno de resentimientos, rencores, odios,  celos, impurezas, etc., será imposible tratar de vaciar su contenido como si se  tratara de un vaso con agua. Lo único que podemos hacer es permitir que el  Espíritu Santo penetre el corazón y lo llene por completo y al hacerlo,  automáticamente desalojará toda actitud y deseos perversos. En otras palabras,  esta es una obra que no podemos hacer nosotros; tenemos que permitir al Espíritu  Santo que la realice.
El secreto de la  santificación en la vida cristiana, es esa entrega completa de parte del  creyente a fin de ser dotado de la plenitud del Espíritu, porque donde reina el  Espíritu Santo allí hay santidad. No puede existir la menor impureza cuando El  gobierna. La santificación, es ante todo, una relación con una Persona, el  Espíritu Santo. Entre tanto que el cristiano mantiene esa relación íntima con el  Espíritu, mediante una actitud de entrega y obediencia, recibirá su plenitud y  pureza. Pero si es obstinado y desobediente y permite que deseos pecaminosos se  adueñen de su vida, sufrirá una completa derrota  espiritual.
Un pequeño  guijarro, por ejemplo, mientras permanece en el fondo de un arroyo, se conserva  limpio, pero si es sacado del agua y tirado al suelo, lo más seguro es que se  enlodará. Mientras permanecemos “en el Espíritu,” estamos a salvo y limpios  espiritualmente, pero en el momento que nos alejamos de El, acecha el peligro de  la contaminación. El secreto de la pureza es perseverar en nuestra relación con  el Espíritu Santo.
A la vez, esta  entrega y el resultado, ser llenos del Espíritu, son el secreto del poder  en la vida cristiana. A semejanza de la pureza, el poder no es una fuerza  impersonal; significa una relación íntima con el Espíritu Santo, el Poderoso.  Si estamos plenamente rendidos a su voluntad y en todo somos dirigidos por El,  su potencia se deja sentir en nuestra vida en el momento que se necesita. Todos  los obstáculos que estorban la corriente de su poder han sido eliminados, y  mientras se mantenga esa relación, el poder obrará.
La vida llena del  Espíritu se inicia, como ya se dijo, al hacer de ella una entrega completa. El  Espíritu Santo se da en plenitud únicamente a quienes se rinden  incondicionalmente. Un súbdito británico, al dar su testimonio ante un grupo  de personas, dijo: “Hasta ahora había reinado una monarquía constitucional en mi  vida espiritual. Cristo ha sido el Rey, pero yo he sido el primer ministro,  adjudicándome todas las decisiones. Pero ahora he renunciado al puesto y Cristo  es ahora el Rey, Primer Ministro, y Señor de mi vida.” Cuando estamos  dispuestos a que Cristo sea el Señor, el Espíritu Santo morará en nosotros en  toda su plenitud.
¿Qué significa la  consagración? No quiere decir que le diremos al Señor lo que nos  comprometemos a desempeñar como seguidores suyos, sino que nos disponemos a  acatar aquello que El quiere que hagamos. Tal vez nos llame a la obra misionera,  y debemos disponernos a obedecer; o quizá más tarde se nos pida pasar por  alguna prueba difícil, y al cristiano consagrado sólo le toca decir: “Hágase tu  voluntad.”
Pero habrá quienes  piensen que esto es pedir demasiado, que el precio es muy alto. Recordemos, sin  embargo, que el Señor a quien nos hemos consagrado es amoroso y benigno y sólo  anhela lo mejor para sus hijos y que vivamos para su honra y gloria y para  bendecir a la humanidad. No hay nada que temer. Ciertamente, no podremos  imponer nuestra voluntad, pero encontraremos que la senda que El nos señala ¡es  siempre la mejor!
¿Es el precio  demasiado alto? Hay que tomar en cuenta que al entregarle todo, que es muy  poco, a El, recibimos su grandioso todo. Nos inunda con su Santo  Espíritu y recibimos así toda su paz, todo su gozo y todo su poder. Y no sólo  esto sino que esa vida que le hemos entregado nos es devuelta, pero ahora es  una vida nueva, redimida y transformada para gloria suya, y en ella nos  regocijamos.
Nos rendimos a El y El nos llena del Espíritu Santo. Este es el secreto. “Sed llenos del Espíritu.”