Nuestros jóvenes, realidad y desafío

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Nuestros jóvenes, realidad y desafío
por Félix Ortiz
Es claro que la realidad de los jóvenes es mucho más compleja de lo que a veces pensamos. Por ser una realidad diferente y en permanente cambio, es necesario que en nuestras iglesias locales enfoquemos cuidadosamente este ministerio y que podamos proveerles líderes idóneos y pastorearles de manera tal que puedan conocer al Señor y caminar con él, siendo sal y luz en nuestros países.

Luego de estar sirviendo al Señor en España y haber tenido la oportunidad de colaborar en varios países de América Latina, y entrevistarme con muchos de sus líderes (unido a mi experiencia ministerial) estoy convencido de la urgente necesidad que tenemos en nuestras iglesias locales de conocer más acerca de la realidad de los jóvenes y en sí, de conocerlos más a ellos mismos, sus luchas, fortalezas, debilidades y crisis. Conociendo su realidad podemos ejercer una pastoral adecuada y efectiva, ayudándolos a conocer a Cristo y caminar con él en medio de una sociedad cada vez más hostil al mensaje del Evangelio. El presente artículo pretende dar un acercamiento general al tema y brindar algunas herramientas y conceptos útiles al liderazgo de la iglesia local.

Tensión entre la iglesia y el mundo

Es una realidad que los jóvenes de nuestras iglesias viven en dos esferas totalmente diferentes: la sociedad —el mundo, como es denominado en la jerga evangélica— y la iglesia. Estas dos esferas no sólo son diferentes una de la otra, sino que en cierta forma, cada vez más, son radicalmente opuestas y viven en creciente conflicto.

Por un lado, la juventud evangélica está acostumbrada a ser expuesta dentro de la iglesia a toda una serie de valores, prioridades, formas de ver la vida que constituyen lo que podemos denominar la cosmovisión judeo-cristiana. Durante siglos, estos valores han sido los que sustentaron y estructuraron la cultura y la sociedad occidental. Incluso, aunque las personas no fueran creyentes participaban de estos valores, ya que los mismos constituían el consenso cultural sobre el que se construía la sociedad, y ésta los utilizaba para regirse.

Sin embargo, desde hace años esta realidad se ha ido deteriorando. En los últimos años el deterioro se ha dado de una forma acelerada y dramática. Podemos afirmar, sin ningún lugar a dudas, que estamos observando el ocaso de una sociedad sustentada en los valores del cristianismo. En el siglo diecinueve, F. Nietzche anunció la muerte de Dios. En la segunda parte del siglo veinte, J.P. Sartre afirmó que tras haber matado a Dios, ahora era el tiempo de matar los valores de Dios. Todo parece indicar que en buena parte de nuestro mundo se está teniendo bastante éxito en dicha empresa.

Como anteriormente mencionábamos, muchos de los valores propios de la cultura cristiana son abiertamente cuestionados, si es que no son rechazados radicalmente por la sociedad en que vivimos. Temas como la fidelidad matrimonial, la propia institución del matrimonio, la ética sexual en todos sus aspectos, los desafíos de la bioética y el relativismo moral, son claros exponentes de esta decadencia.

Así pues, los jóvenes de nuestras congregaciones se encuentran viviendo en ambas realidades, ciudadanos, lo quieran o no, de dos reinos diferentes. Por un lado, tienen los valores del reino de Dios, los cuales, con mayor o menor fortuna, les son transmitidos por la familia y la iglesia, y por el otro, los valores de la sociedad en la que han nacido, de la que son hijos. Estos últimos son transmitidos por sus amigos, el sistema educativo y los omnipresentes medios de comunicación.

Ante esto, la tensión está servida. Esta realidad produce en los muchachos y muchachas de nuestras iglesias una auténtica esquizofrenia (disociación específica de las funciones intelectuales), ya que han de formar su personalidad, su propia cosmovisión, en el marasmo cultural e ideológico que supone este enfrentamiento entre los dos reinos.

Con demasiada frecuencia, ante la ofensiva cada vez más violenta y radical de la sociedad, la iglesia adopta una actitud defensiva, especialmente los sectores más adultos de la misma. En muchas ocasiones, ante la imposibilidad de entender, y mucho menos digerir las nuevas realidades, la iglesia se cierra y automáticamente sataniza y rechaza todo lo que proviene de la sociedad, lo malo y lo bueno. Desgraciadamente, el rechazo no siempre va acompañado por una buena interpretación y reflexión teológicas de las nuevas realidades. Es un no sin justificación.

Consecuentemente, los jóvenes se encuentran ante una presión creciente y difícil de resistir de parte de la sociedad, y ante la debilidad de la iglesia para dar respuestas a sus preguntas, inquietudes, crisis y expectativas. Así pues, la crisis está servida, muchos jóvenes se dejarán arrastrar por el mundo y, aunque no abandonen la iglesia, su cosmovisiónserá menos y menos bíblica.

Cuando la adolescencia llega se produce un proceso inevitable en la vida de los muchachos y las muchachas de nuestras iglesias. Empiezan a ser conscientes de todas las contradicciones que existen a su alrededor. Esto es una realidad en los ámbitos de la familia y la iglesia.

Entre los adolescentes es ya muy común afirmar que la iglesia está llena de hipócritas. Todos, sin ninguna duda, hemos escuchado esta afirmación de los labios de los jóvenes y adolescentes con los que estamos llevando a cabo nuestra pastoral juvenil. Al margen de que la juventud de todas las generaciones haya hecho esta afirmación, debemos preguntarnos, desde un punto de vista crítico y serio, qué hay de verdad en la misma.

El desarrollo de nuevas capacidades de pensamiento en los adolescentes, les permite ser reflexivos, en unos niveles que hasta entonces no había sido posible. Lo que antes de este momento parecía haber sido un universo perfecto e inmaculado, de pronto, se convierte en una realidad llena de fallos, falsedad y contradicciones.

Debemos entender que los adolescentes y muchos jóvenes tienden a visualizar la realidad en términos de blanco o negro, sin ninguna escala de matices y que, por tanto, su apreciación no necesariamente será del todo exacta.

Pero también es cierto, que no debemos cerrar nuestros oídos a sus críticas y opiniones.

Los jóvenes de nuestras iglesias se dan cuenta que, aunque como comunidad de fe confesemos creer en determinados valores, no estamos dispuestos a hacerlos una realidad en nuestra vida. Tal vez estemos hablando de reconciliación y, sin embargo, hay familias en la congregación que viven una contra otra en abierta pugna y enfrentamiento. Leemos pasajes bíblicos que hablan acerca del amor, la comunión y la fraternidad, pero la indiferencia hacia las necesidades de otros es evidente y clara. Sin duda la evangelización y el amor a los perdidos está presente en nuestro credo, incluso en nuestra declaración de propósito como iglesia, pero tal vez no evangelizamos ni tenemos ningún programa de ayuda a los más necesitados y desheredados de la sociedad.

Piense cómo se sentirá el joven al darse cuenta de esta realidad. ¿Qué reacciones internas provocará todo ello en su, tal vez todavía inexistente o naciente, fe? Recuerdo la conversación que sostuve con el padre de un adolescente que yo pastoreaba. Este padre estaba preocupado por la aparente indiferencia espiritual de su hijo.

Le expliqué que dicha indiferencia era, en opinión del muchacho, el producto de las contradicciones que él observaba en la vida de la comunidad. Como respuesta, el padre afirmó: —Siempre ha habido hipócritas en la iglesia. Nuestros hijos deben aprender a mirar al Señor y no a los hombres.

La respuesta, parece coherente. No obstante, ¿no existe cierta falacia en dicha actitud? ¿No deberíamos estar preocupados por el hecho de que nuestras conductas y actitudes son las que a menudo impiden que los jóvenes puedan ver a Dios? Realmente, a la iglesia le urge llevar a cabo una seria autocrítica a fin de discernir en qué medida el cristianismo que nuestras comunidades de fe viven le plantea al joven contradicciones que en nada le ayudan a desarrollar una fe madura, y en el peor de los casos, a no querer continuar en la fe.

En línea con lo anteriormente dicho, el joven no sólo encuentra contradicciones en la iglesia entre los valores que se predican y el estilo de vida de la comunidad de fe, sino que también ve las mismas contradicciones en el seno de su familia. No es extraño que se dé el caso de que el núcleo familiar proclame creer en los valores que emanan de la Palabra de Dios, pero en la realidad cotidiana estos valores son ignorados y sustituidos por antivalores.

Ya contextulizados con la tensión en la que el joven vive, debemos pensar en el impacto que el descubrimiento de las contradicciones entre la teoría y la práctica puede producir sobre la espiritualidad de los jóvenes de nuestras congregaciones.

¿Cuántos se habrán apartado de la fe por esta causa? ¿Cuántos, por esto mismo, están demorando un compromiso más firme con Dios? No podemos cerrar los ojos a esta realidad, al contrario, debemos esforzarnos para que la vieja excusa de la hipocresía nunca más pueda ser invocada como razón para apartarse del Señor.

Inseguridad y confusión con relación a la experiencia de conversión

Hay una realidad sociológica que no podemos ni debemos ignorar. En nuestras congregaciones hay un número creciente de personas que son segunda e incluso tercera generación de evangélicos. Se trata de muchachos y muchachas que, por decirlo de alguna manera, no vienen directamente del mundo, no provienen de un ambiente no cristiano o secular, sino que se incorporan a nuestras iglesias porque sus padres se convirtieron y ellos han nacido en un contexto evangélico.

Cuando aumenta el número de hijos de creyentes en nuestras iglesias comienza la deserción de estos hijos.

El proceso, incluso se ve agravado por la existencia de una tercera generación de evangélicos, hijos de los hijos de aquellos que una vez abandonaron el mundo.

¿Qué quiere decir todo esto? Fundamentalmente, que estas dos generaciones de evangélicos que han accedido a la información relacionada con la fe y el Evangelio permanecen, no por una decisión propia, sino como consecuencia de una herencia cultural familiar. Estos jóvenes han crecido desde pequeños conociendo y teniendo acceso a toda la información que le permite a una persona ser cristiana. Han tenido numerosas oportunidades de formación, de instrucción y familiarización con la fe que puede otorgarles la salvación.

Esto tiene su ventaja, pero también su inconveniente. La ventaja, es que les ha permitido un acceso privilegiado al conocimiento de Dios y su Palabra. Desde la niñez han podido aprender conceptos que pueden no sólo otorgarles la salvación, sino hacer que su vida sea mucho más rica, plena y digna. Han podido conocer el consejo de Dios que puede librar de multitud de situaciones de dolor y sufrimiento como consecuencias del pecado.

El inconveniente es que el conocimiento sin práctica produce un efecto de inmunización.

Estos jóvenes saben pero no viven y, por tanto, pueden llegar a pensar que el Evangelio realmente no funciona y no sirve para la vida cotidiana. Pueden llegar a pensar que estar en la iglesia es lo mismo que formar parte de la familia de Dios y, consecuentemente, no ver o no entender la necesidad de la conversión personal.

Muchos de estos jóvenes han estado —o están— confundidos en relación con la experiencia de la conversión. ¿Creen por convicción propia o porque han recibido esas creencias de sus padres? ¿Son religiosos o convertidos? ¿Han aceptado a Jesús o han aceptado una ética y una moral? ¿Tienen relación o tienen religión? Para algunos lectores, estas preguntas tal vez puedan carecer de sentido, pero son muy importantes. A menudo, hemos dado por sentado que todos estos jóvenes eran creyentes simplemente porque estaban en la iglesia. Los hemos tratado y les hemos exigido conformidad con un estilo de vida que no podían mantener simplemente porque no eran creyentes y, a diferencia de sus padres, nunca habían tenido una experiencia personal de salvación, porque nunca habían entendido qué es lo que Dios esperaba y exigía de ellos. En definitiva, hemos partido de la premisa de que eran creyentes, en vez de partir de la premisa de que no lo eran.

Ante esta crisis de identidad religiosa, ante esta confusión en relación con su fe y su experiencia personal de conversión, los hijos de creyentes reaccionan de dos formas diferentes:

Abandono de la iglesia. Tengo más de cuarenta años y son muchos los hombres y mujeres de mi generación que han abandonado el Evangelio. De hecho, me encuentro entre ese escaso número de los que permanecieron fieles. Todos nosotros podemos recordar compañeros, amigos, familiares que hoy no están con nosotros pero que un día estuvieron. Muchos de ellos abandonaron la fe, tal vez debido a que conocieron la letra pero nunca tuvieron un encuentro personal con Cristo. Tuvieron religión, pero no una relación.

Nominalismo evangélico. Esta es la segunda respuesta. La fe nominal ha dejado de ser un fenómeno exclusivamente católico. Muchas personas en nuestras iglesias viven una fe nominal, una fe caracterizada por la observancia de un mínimo de manifestaciones externas de la fe cristiana y un escaso compromiso con los ideales radicales del Evangelio. Una pequeña minoría mantiene vivas y en funcionamiento a un alto porcentaje de nuestras iglesias ante la pasividad y/o indiferencia de una mayoría.

Falta de relevancia de la Palabra de Dios

Entre nuestros jóvenes se están dando dos lamentables realidades. En primer lugar, desconocimiento de las Escrituras.

En segundo, escaso interés por conocerlas aplicarlas en su vida cotidiana. Los evangélicos eran conocidos en el pasado como elzpueblo de la Biblia, pero esto ha dejado de ser una realidad con las nuevas generaciones. Los jóvenes leen poco la Palabra de Dios y, como consecuencia, no la conocen y, como consecuencia, desconocen al Dios revelado en las Escrituras.

Un editor, amigo mío, me indicaba que su editorial había suspendido la publicación de una serie de guías para el estudio de los diferentes libros del Nuevo Testamento ante la falta de mercado. Con tristeza me comentaba que la gente no lee la Biblia y, por tanto, esos libros carecen de consumidores. Es cierto que la juventud en general no lee; es aún más cierto que no lee la Palabra de Dios. Este problema se ha convertido en grave, y por eso debemos dedicarle atención esmerada.

Todos somos conscientes de que la falta de lectura bíblica en nuestros jóvenes tiene serias implicaciones en la vida de ellos. Los muchachos y muchachas de nuestras iglesias carecen de una visión cristiana de la vida. Su cosmovisión responde más a los valores, prioridades y formas de entender la vida de la sociedad en la que se mueven. ¡Lógico! Al fin y al cabo, ésta es la que alimenta sus cerebros. Otra de las consecuencias de la falta de conocimiento bíblico es que desconocen al Dios de las Escrituras.

Los jóvenes no conocen a Dios porque son ignorantes de su Palabra.

Como resultado, sus ideas acerca de Dios en muchos casos son peregrinas, cuando no grotescas.

También lo son sus expectativas acerca de cómo Dios debería obrar o actuar en su vida, en su entorno y en el mundo.

En tercer lugar, como mencionamos anteriormente, la Biblia no es predicada ni presentada, en muchas ocasiones, de una manera relevante para la vida y las necesidades del joven.

Demasiadas predicaciones y estudios bíblicos están totalmente desarraigados de la realidad vital de los jóvenes. Muchos sermones son auténticos alardes de oratoria, exposiciones eruditas de teología, que poco, o nada dicen al joven. Nuestra predicación y forma de enseñar la Biblia trae como consecuencia que muchos jóvenes vean la Palabra del Señor como algo antiguo, obsoleto, alejado de su realidad, algo que no puedeaportarles ninguna utilidad. Nuestra predicación y forma de exponer la Biblia, lejos de atraer al joven con sed y ansia de conocimiento de la Palabra y del Dios de la Palabra, los aleja de ella, confirmando erróneamente que la Biblia no tiene sentido para una vida tan compleja como la del tercer milenio.

La falta de creatividad y relevancia caracteriza, tristemente, a muchos de nuestros púlpitos. Cuidado con el peligro de espiritualizar y culpar a nuestros oyentes de nuestra incompetencia que hace a la maravillosa Palabra del Señor irrelevante para nuestros jóvenes.

Falta de atención a las necesidades de los jóvenes

Como pastor de jóvenes, domingo tras domingo me siento en los bancos de mi iglesia para el culto dominical. En teoría es la gran celebración de la fe. Es el tiempo cuando toda la familia cristiana, niños, adolescentes, jóvenes y adultos se reúnen para adorar al Señor y celebrar la nueva vida que tenemos en Cristo. La perspectiva es bella, toda la familia reunida para una fiesta.

Sin embargo, cuando el servicio comienza las cosas cambian y la ilusión, desgraciadamente, con demasiada frecuencia, puede dar paso a la decepción. El culto está pensado por y para los adultos de la iglesia. Las necesidades, e incluso, las posibilidades de participación de otros sectores de la familia de la fe no se han tenido en cuenta.

No cantamos canciones infantiles, tampoco explicamos las cosas a un nivel que permita a los niños comprender qué pasa. Los sermones nunca están hechos al estilo que agrada a los adolescentes.

La música, y no en todas las iglesias, suele ser la única concesión que se hace a los más jóvenes de nuestras congregaciones.

Lo que hemos dicho hasta aquí es una muestra de la desatención a las necesidades propias de la adolescencia y la juventud que se da en el seno de algunas de nuestras comunidades cristianas. Sin duda, a la presente generación de jóvenes le ha tocado vivir en una época de presiones y ataques a su fe sin precedentes. La juventud que hoy viven los muchachos y las muchachas no tiene nada que ver con la que me tocó vivir a mí.

La vida es hoy extremadamente compleja y difícil. Vivir la fe en estos contextos es mucho más duro y representa un desafío más exigente hoy que ayer.

Las presiones y la complejidad de la sexualidad en la sociedad contemporánea, la identidad cristiana y el desafío de vivir la fe bajo el creciente imperio de la postmodernidad, el terrible problema del ocio juvenil en nuestra sociedad, y la orientación vocacional son algunas de las necesidades para las que, a gritos, los jóvenes piden una opción, una orientación y una respuesta por parte de la iglesia. En ocasiones el silencio es aterrador; muchas veces, fruto de nuestra incapacidad como adultos para entender que la sociedad ha cambiado y ellos han quedado atrapados en un cambio que nosotros no comprendemos y que ellos no saben cómo manejar.

Ausencia de metas, desafíos y delegación de responsabilidades

Hay congregaciones en las que los jóvenes nunca reciben responsabilidades que sean significativas. Se da el triste círculo vicioso: los jóvenes no son, a juicio de los adultos, lo suficientemente maduros para delegarles responsabilidades y desafortunadamente, nadie crece a menos que se le permita desarrollar responsabilidad, lo cual, implica la posibilidad fallar.

El crecimiento surge cuando se asumen responsabilidades. Estas responsabilidades, para que generen crecimiento, han de ser significativas, importantes, han de ser auténticos retos para el joven, que le exijan dar lo mejor de sí mismo y lo lleven a la dependencia del Señor. ¡Cuidado!

No estoy diciendo que empecemos dándole a un joven la presidencia del consejo de diáconos para que desarrolle responsabilidad. Es necesario, naturalmente, comenzar con responsabilidades sencillas. Lo que cuestiono no es la importancia de las tareas, sino el hecho, de que las mismas no se deleguen con la finalidad de contribuir a la formación del joven, sino únicamente para liberarnos a nosotros mismos del trabajo desagradable.

Al delegarles responsabilidades a los jóvenes tenemos que proveerles la supervisión necesaria, el apoyo imprescindible para que el joven pueda crecer por medio del desempeño de las mismas. No olvidemos que, en ocasiones, el fracaso del joven en llevar a cabo la responsabilidad delegada no ha sido consecuencia de su irresponsabilidad, sino más bien de nuestra falta de supervisión.

Ausencia de personas preparadas para el trabajo con jóvenes

Durante mucho tiempo la disponibilidad y/o la buena voluntad ha sido, si no la única, al menos la principal exigencia para trabajar con los jóvenes. Se daba el caso, de que aquel muchacho o muchacha que más despuntaba recibía la carga y responsabilidad de la dirección del grupo de jóvenes de la iglesia local. Sin embargo, todos nosotros sabemos que ni la buena voluntad ni la disponibilidad implican necesariamente capacidad para llevar a cabo semejante tarea.

Otro sistema de selección del liderazgo juvenil, común en algunas denominaciones, ha sido la elección para cargos por un periodo de tiempo. La esencia de este método es buena, pretende que el mayor número posible de personas pueda ejercer responsabilidades y de este modo desarrollar sus

dones y talentos. En la práctica, con demasiada frecuencia, el sistema no ha funcionado de forma tan eficaz. Elección no siempre significa capacidad. El hecho de que la mayoría de los jóvenes de un grupo deposite en uno de ellos una determinada responsabilidad no implica, ni de lejos, que éste sea capaz de desempeñarla.

Por otra parte, a los dos problemas antes mencionados, tenemos que añadir el de la falta de capacitación de los líderes. Es habitual que la persona que acepta la responsabilidad, sea por el método que sea, no recibe la capacitación para poder llevar a cabo la tarea. Una encuesta, realizada recientemente en dos congresos juveniles internacionales, reflejaba que un alto porcentaje de los líderes juveniles no había recibido ningún tipo de capacitación, ni formal ni informal que le permitiera llevar a cabo su tarea con eficacia. La palmadita en la espalda, es para muchos líderes, lo único que junto a la responsabilidad han recibido.

A esta carencia de capacitación deberíamos sumar la privación de recursos, de una filosofía del ministerio e incluso de materiales adecuados para trabajar con la juventud. A pesar de todas las carencias hasta aquí mencionadas, tristemente, muchos líderes reciben también la responsabilidad de que los jóvenes de la comunidad salgan adelante espiritualmente hablando.

En otras ocasiones el problema se ha espiritualizado. Con la idea equivocada de que el Espíritu Santo nos guiará en nuestra tarea hemos obviado la planificación y la preparación para el ministerio. Personalmente como pastor y padre considero los puntos anteriores una negligencia total. Cualquiera de nosotros que tuviera que ponerse en las manos de un neurocirujano, le exigiría mucho más que buena voluntad, le pediría que tuviera la preparación, profesionalidad y destreza necesarias. Del mismo modo, como padre de dos adolescentes, no voy a permitir que mis hijos estén a merced de personas cuya única credencial para el ministerio sea la buena voluntad. Honestamente, creo que ésta es totalmente insuficiente para ser líder.

Es más, es mi sincera opinión que deberíamos destinar al ministerio con la infancia y la juventud a las personas más capacitadas y preparadas de nuestras iglesias. Aquellas que poseen más talentos han de estar en estos ministerios, ya que no debemos olvidar que los niños y los adolescentes forman su concepto de la iglesia y de la actitud que esta tiene hacia ellos por medio de las personas que los ministran. Personas poco o insuficientemente preparadas pueden causar daños irreparables en la vida de niños y adolescentes.

Herencia de modelos y métodos del pasado

Los modelos y los métodos nacen para satisfacer necesidades específicas en situaciones muy particulares. Un modelo o un método nace en un contexto con la finalidad de dar respuesta a las necesidades que ese mismo contexto plantea. Por definición los modelos y los métodos son culturales y no necesariamente adaptables de una situación a otra. Además, con el paso del tiempo, estos modelos que nacieron para afrontar circunstancias o necesidades muy concretas, se vuelven obsoletos, entre otras razones por la propia dinámica de la vida. Esta es cambiable por definición, por tanto, lo que ayer servía para dar respuesta a las necesidades de ayer, no necesariamente es válido hoy para dar respuesta a los retos y los desafíos que hoy nos plantea el entorno social en el que se mueven los jóvenes de nuestras iglesias.

Lamentablemente, muchas iglesias locales, continúan llevando a cabo el trabajo juvenil tal y como se venía haciendo hace décadas, utilizando los mismos métodos y modelos.

Las nuevas realidades sociales que viven nuestros jóvenes en estos momentos exigen que nos acerquemos al trabajo juvenil de una manera diferente, creativa y novedosa. Con métodos y modelos se produce la secular lucha entre la forma y la función. Una forma, en este caso, un método o un modelo, nace para satisfacer una función. Por ejemplo, la reunión del grupo de jóvenes —forma— para satisfacer la función —ministrar a los jóvenes—, o la reunión de oración del jueves por la noche —forma— para satisfacer otra función —orar.

Con el paso del tiempo la forma y la función tienen la tendencia a confundirse, de tal manera que las personas tienden a olvidar que aquella forma nació en un contexto y momento dado para satisfacer la función.

Finalmente, la forma acaba sustituyendo a la función para la que fue creada. Este es el paso último en el proceso de lucha entre la forma y la función. La forma desplaza, suplanta a la función y llega un punto en que cuestionar la forma significa cuestionar la función. Cuando esto sucede, la función se vuelve inviolable e inamovible. Cualquier ataque a la forma es interpretado como un ataque a la función.

Esto sucede en muchos de nuestros modelos de trabajo, tanto en el ámbito de la iglesia local como a nivel denominacional. Hemos olvidado que nacieron como formas al servicio de funciones, se han anquilosado y no pueden ser alteradas.

Deficiencias en la educación familiar

Existe una realidad creciente en muchas de nuestras iglesias: muchos padres se desentienden de la educación espiritual de sus hijos, delegándola cada vez más a la iglesia. Los padres dan por sentado que la comunidad se encargará de la transmisión de los valores cristianos y que para ello desarrollará las estructuras necesarias.

Sin embargo, la responsabilidad de educar en la fe le corresponde primero a los padres, y no a la comunidad cristiana. No estamos diciendo que la iglesia local no deba proveer formación espiritual para los niños y los jóvenes. ¡En absoluto! Estamos afirmando que esta educación corresponde en primer término a los padres y, tan sólo, en un segundo término a la iglesia. Esta última ha de ser colaboradora en la formación espiritual de los niños y jóvenes, pero nunca debe ocupar el papel y la responsabilidad prioritaria de los padres puesta por la Palabra de Dios sobre ellos.

Tristemente una cosa es la teoría y otra la realidad. Cada vez más padres ceden, consciente o inconscientemente esta responsabilidad a la iglesia. Ante esta realidad, la iglesia se ve forzada a reaccionar y asumir una tarea que no es prioritariamente suya, pero que ante la resistencia de los progenitores a asumirla no puede dejar de llevarla a cabo.

¿Qué implicación tiene esto para la pastoral juvenil? Puesto que, lastimosamente, cada vez nos encontramos con más jóvenes que carecen de una formación cristiana recibida en el hogar, esto significa, que no sólo desconocen la información básica acerca de la Biblia, sino que tampoco han recibido en su contexto familiar los valores básicos de la fe cristiana, valores que son los que conforman el estilo de vida cristocéntrico.

Tal vez nunca más podremos dar por sentado el hecho de que al provenir de hogares cristianos, nuestros jóvenes ya están formados en los aspectos básicos de conocimiento y la práctica cristianos. Es probable que eso obligue a replantear nuestras estrategias educativas. Ya no pretenderemos ser un complemento de la educación familiar; triste y desgraciadamente tendremos que convertirnos en sustitutos de la misma.

Modelos de referencia débiles

Los estudiosos de la personalidad humana, afirman que durante la adolescencia y la juventud temprana, la tarea vital y de mayor envergadura que han de asumir las personas es la formación de su propia identidad.

Los muchachos y las muchachas quieren formar una identidad propia, quieren saber quiénes son ellos, cuál es el propósito y el sentido de su vida. Ya no quieren ser identificados con referencia a su familia, quieren ser ellos mismos, ya no más el hijo de tal o la hija de cual.

Este es un proceso normal, necesario y saludable. Implica la necesidad de establecer distancia entre ellos y sus padres, a fin de poder encontrarse consigo mismos, y poder contestar las preguntas antes enunciadas. La distancia permite tener la suficiente perspectiva para reflexionar objetivamente acerca de sí mismo. Este distanciamiento no es únicamente el físico, en que los hijos se vuelven menos cariñosos y propensos al contacto físico con los padres; es también, y sobre todo, un distanciamiento ideológico, emocional, intelectual.

El joven necesita distanciarse de los valores de sus padres, de su forma de vivir, a fin de decidir si ese estilo de vida es válido para ellos. Esta es la época en la que los jóvenes cuestionan la fe. Tienen que decidir si la fe de sus padres será incorporada en su nueva y emergente identidad. Decidirán si la nueva fe incluirá como propia la religión, las creencias y los valores de sus padres. No es posible el desarrollo de una fe madura sin pasar por este proceso de crítica y evaluación.

En este proceso de distanciamiento el joven continúa necesitando a los adultos. El muchacho o la muchacha mirará a su alrededor en búsqueda de marcos de referencia. Estos marcos son personas, instituciones, a los que el joven acude para, por medio del contraste, la imitación, la confrontación, el diálogo, ir formando su propia y nueva identidad. Si queremos utilizar una expresión más sencilla podríamos afirmar que se trata, simple y llanamente, de modelos.

Hasta ahora, la escuela, la familia y la iglesia eran los marcos de referencia por excelencia. Sin embargo, todos los expertos están de acuerdo en afirmar que los marcos tradicionales están en franca decadencia y están siendo sustituidos de forma rápida por nuevos marcos, nuevos modelos. Los nuevos modelos para la juventud vienen dados por sus propios amigos y los medios de comunicación.

Aquí es donde queremos resaltar la alarmante necesidad de buenos modelos de referencia para nuestros jóvenes en muchas comunidades locales. La iglesia puede ayudar de forma increíble a la familia; puede hacerlo proveyendo buenos marcos de referencia para los jóvenes, especialmente en este periodo tan crítico en que ellos se distanciarán de sus familias en el proceso de búsqueda de su propia identidad. Los muchachos y las muchachas mirarán a su alrededor en búsqueda de adultos significativos que puedan proveerles de un ejemplo y un modelo que valga la pena imitar. Sin embargo, no siempre sucede esto. Faltan, con demasiada frecuencia, personas que tengan bien integrada la fe en la vida cotidiana y, por tanto, puedan ser un marco de referencia adecuado para la juventud. Faltan líderes de jóvenes que hayan hecho un buen diálogo entre la fe y la cultura, líderes que ofrezcan no tan sólo moralidad a los jóvenes sino que estén en condiciones de ofrecerles una auténtica cosmovisión, es decir, una auténtica interpretación cristiana del mundo y la vida.

En algunas iglesias evangélicas suele suceder que cuando los jóvenes se vuelven en búsqueda de ejemplos y modelos, tan sólo encuentran las contradicciones de las que anteriormente hablamos y unos marcos de referencia que no son lo suficientemente maduros ni atractivos para ser dignos de imitar. Esto nos plantea un increíble desafío: la necesidad de desarrollar en nuestra comunidad y, especialmente entre los líderes y otras personas que afectan a la juventud, buenos modelos, personas cuya vida sea digna de ser imitada por nuestros jóvenes.

Premisas equivocadas en relación con el trabajo entre los jóvenes

Las premisas equivocadas llevan, de forma ineludible, a conclusiones erróneas. En muchas iglesias el trabajo con la juventud está edificado sobre dos premisas que a nuestro juicio no son correctas, y que no obstante, determinan el tipo de ministerio que se lleva a cabo.

La primera de las premisas, es que «son todos los que están». Expresado de otro modo, damos por sentado que todos o la mayoría de los jóvenes que asisten a la iglesia o están relacionados con ella son creyentes, nacidos de nuevo y que tienen una relación personal con Dios. Nada más lejos de la realidad, especialmente si estamos trabajando con un grupo en el que la mayoría de sus integrantes son hijos de creyentes de primera, segunda o, incluso de tercera generación.

Trabajar con hijos de creyentes se está dando cada vez con más frecuencia en nuestras comunidades locales. (En próximos números compartiremos el tema: «Por qué los hijos de creyentes abandonan la iglesia». Este dará una mejor comprensión de las implicaciones y retos que ello plantea a la pastoral juvenil.) El problema básico con estas muchachas y muchachos es que podemos dar por sentado que son creyentes tan sólo porque pertenecen a familias «que han estado en la iglesia toda la vida» o porque están involucrados en la vida del grupo de jóvenes y de la iglesia.

Sin embargo, tristemente, podemos encontrarnos con jóvenes que tienen una fe histórica o cultural pero no necesariamente una relación personal con Dios. Puede darse el caso que estemos trabajando con jóvenes cuyo estilo de vida tiene una conformidad externa que adoptó ciertas pautas y normas morales de comportamiento, pero que no necesariamente esta conformidad ha llegado a ser interna, la conformidad del corazón, la única que verdaderamente cuenta y vale a los ojos de Dios.

Muchos de estos jóvenes no pueden desarrollar un estilo de vida cristocéntrico, simplemente porque nunca han tenido una experiencia auténtica de conversión personal. Por tanto, no podemos dar por sentado que alguien es creyente hasta que demuestre lo contrario. Una de las principales tareas de la pastoral juvenil debería ser, teniendo conciencia de este problema, ayudar a los jóvenes a clarificar su experiencia de conversión. Como decimos en la iglesia en la que trabajo: «Nadie es creyente hasta que demuestre lo contrario.»

La segunda premisa equivocada, ha sido orientar el trabajo juvenil hacia el mantenimiento o entretenimiento, en vez de hacerlo hacia el crecimiento. Existen comunidades locales en las que desgraciadamente el trabajo con la juventud no es considerado como un auténtico ministerio, mucho menos como una pastoral necesaria e imprescindible. Contrariamente, el trabajo con la juventud es percibido más como el

mantenimiento o entretenimiento de los muchachos y las muchachas. Bajo esta premisa se considera que cuánto más dinámico y entretenido sea el grupo juvenil, más personas asistirán al mismo y más contentos se sentirán. Cuando los líderes juveniles caen en la trampa de percibir de esta manera el trabajo con la juventud, entran en una dinámica destructiva para ellos mismos y su grupo de jóvenes. Esto es así debido a que los jóvenes que pertenecen al grupo asumen el entretenimiento y el mantenimiento como el objetivo final de sus reuniones y encuentros, y los líderes buscarán ser siempre más dinámicos, más creativos, más divertidos. Los muchachos y las muchachas se convierten en exigentes consumidores de actividades, exigiendo más emoción y máscreatividad en cada ocasión para seguir consumiendo los productos generados por el grupo de jóvenes. En consecuencia, los líderes entran en una dinámica de verse forzados, no sólo a ofrecer siempre calidad, sino indefectiblemente a mejorarla constantemente. Como bien podemos suponer, esto crea una tensión y un estrés increíbles en la vida de los líderes pues cualquier descenso en la oferta produce una retirada por parte del público. Cuando los jóvenes pierden la perspectiva del papel que el entretenimiento y mantenimiento tienen en el ministerio juvenil, percibiéndolos el fin último, se convierten en exigentes consumidores, poco dispuestos a los sacrificios y a pagar el costo que el discipulado exige.

Conclusión:

Es claro que la realidad de los jóvenes es mucho más compleja de lo que a veces pensamos. Por ser una realidad diferente y en permanente cambio, es necesario que en nuestras iglesias locales enfoquemos cuidadosamente este ministerio y que podamos proveerles líderes idóneos y pastorearles de manera tal que puedan conocer al Señor y caminar con él, siendo sal y luz en nuestros países. Oremos y actuemos para que cumplamos este precioso llamado del que dijo pastorea mis corderos.

El autor ha trabajado por más de dos décadas en la Cruzada Estudiantil y Profesional para Cristo. Trabaja en la pastoral juvenil en España. Ha estudiado Historia y Educación para adultos, y tiene una maestría en Educación. Es autor de varios libros para jóvenes.

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